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Moscas en el techo

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Rivela's avatar
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Muchas veces tenía una sensación extraña. No estaba segura si era por paranoia o porque sus hermanas jugaban a la güija justamente en su habitación, aunque ella no hacía ningún esfuerzo en oponerse o detenerlas. Al contrario, siempre estaba presente aún cuando no formara parte de la actividad.

Luisa estaba ahí con la excusa de ayudar a alguna de sus hermanas por si algo salía mal (y varias veces las cosas salieron mal), pero su verdadero motor era la curiosidad y la aventura. Ser testigo de otras tres mujeres tentando a la suerte y explorando lo desconocido le provocaba cosquillas en la barriga.

Las primeras veces que le dejaron estar presente durante las cuasi-sesiones espiritistas sentía que las piernas le fallarían en cualquier momento. La espalda, la frente y las manos se le mojaban con sudor frío. Y todo eso se intensificó cuando veía que el marcador se movía sobre el tablero de madera. Varias veces llegó a pensar que se desmayaría, pero su estado nunca pasó de una debilidad paralizante o  temblores ligeros.

Conforme se reunían, se fue acostumbrando y dejó de sentir todo aquello. Le quedó solamente la emoción y el nerviosismo que tanto le bailaban en el vientre.  Era reglamentario sentarse en su cuarto a medianoche con sus hermanas los viernes, sábados y domingos, porque los fines de semana sus padres estaban menos pendientes de lo que hacían en casa por las noches.

Entre los desafortunados eventos que atribuyeron a la güija estaba una pesadilla en particular. Su hermana la mayor de todas, las despertó una madrugada con sonidos guturales. Tras varios intentos lograron despertarla y, enjugándose las lágrimas, les contó que había soñado con el mismísimo Diablo. Le había abrazado con fuerza y tenía toda la intención de llevársela consigo.

Otro fue cuando escucharon carcajadas macabras provenientes del exterior de la casa. Asumieron que algún borrachín alegre y siniestro andaba en la calle, sin embargo, confirmaron que no había nadie afuera. También, invariablemente, las despertaban tirones de pelo o manos heladas que les sujetaban con firmeza los pies.

Hubo dos ocasiones en las que el ropero de la habitación se abrió de golpe, como si adentro tuviera algún animal salvaje que lograra salir agresivo y con toda su fuerza, porque la vibración del movimiento se sentía en todo el lugar. Asimismo, los espejos y vasos se quebraban después o durante su juego con el tablero.

Varias veces discutieron la posibilidad de contarle a su madre lo que había pasado. Ello conllevaba, no obstante, regaños y un castigo severo, puesto que su madre consideraba tal juego una herejía. Descartaron ese riesgo y decidieron, mejor, ponerle fin al asunto el fin de semana próximo. Harían sus últimas preguntas a la tétrica tabla y luego le pedirían, a lo que fuera que las molestaba, que se retirara.

El fin de semana en cuestión encendieron velas, previamente benditas, creyendo que eso era suficiente para prevenir cualquier evento no planeado. Las repartieron por todo el piso y uno que otro lugar alto, alumbrando bien el cuarto y, por ello, sintiendo un poco más de seguridad.

Como cada vez, empezaron preguntando si había alguien presente además de ellas. El marcador se movió lentamente hacia el «sí» que la tabla tenía marcada en una de las esquinas. Las velas titilaron todas al mismo tiempo y ella empezó a escuchar un zumbido. Miró alrededor buscando el lugar de donde provenía el sonido, sin embargo no había nada. Al menos a la vista.

Antes de que pudieran hacer otra pregunta, el indicador se movió. Las tres hermanas lo soltaron del susto y Luisa lo apuntó llena de terror al ver cómo el pedazo de madera se arrastraba solo y con rapidez iba deletreando palabras obscenas. La mayor de todas secundó el grito, apuntando a un rincón del cuarto. Ahí estaba una silueta negra, negra de pies a cabeza. Sus ojos brillaban de manera extraña, de cierta forma eran atrayentes, y se alcanzaban a ver sus dientes blancos como marfil a través de una tenebrosa sonrisa. Les hizo un gesto con la mano, indicándoles que se acercaran. Su sonrisa era cada vez más amplia.

Las cuatro gritaron al unísono, una carcajada hizo eco en toda la casa y, como si fuera por causa de ésta, las velas se apagaron de golpe.

─ Te dije que ya no era buena idea hacer esto ─escuchó decir a una de sus hermanas con la voz quebrada.

Se agarraron de las manos para sentirse cerca.

─ ¿Escuchan eso? ─preguntó Luisa.

Cada una de sus hermanas le contestó que no. Ella pensó que estaban jugando o trataban de asustarla porque de nuevo estaba ese zumbido presente. Al principio lejano, pero poco a poco parecía acercarse y aumentar en magnitud.

Tragó saliva con dificultad y soltó a sus hermanas, decidida a encender la luz. Así podrían ver de una vez por todas qué era lo que estaba ahí en el rincón o, tan siquiera, lo que fuere que zumbara alrededor de ellas.

Respiró profundo al mismo tiempo que se incorporaba, tratando de ignorar su propio estremecimiento. No recordó nunca haber tenido que hacer tanto acopio de fuerza, tanto física como interna, para hacer algo. Era como si el interruptor de la luz estuviera demasiado lejos, como si fuera totalmente inalcanzable y, por esa misma razón, su cuerpo fuera incapaz de llegar hasta ahí. Unos dos o tres pasos se convirtieron en una distancia que no supo medir.

Supo que esa era la oscuridad, que ese era el verdadero negro a través del cual no se podía ver nada. Trató de ubicarse, recordando el sitio de cada cosa. Pensó que levantarse a media noche a tientas era nada comparado con eso.

Entonces, se encendió la luz. Todas contuvieron la respiración.

Su madre, en la puerta, les veía con el ceño fruncido y los ojos entrecerrados, tanto por el sueño como por el enfado.

─ ¿Qué está pasando?

Ninguna contestó. No había necesidad.

La mujer no tardó en recorrer la pieza con la mirada: las velas derretidas en el piso, la güija y sus hijas patéticas y temblorosas. Su entrecejo se frunció hasta el punto en que parecía tener una única ceja.

─ Recojan todo y váyanse a dormir ─bufó. Se dio la media vuelta y se fue.

De las hermanas, Luisa era la menos descolocada por la visión de aquella silueta. Después de lo que pasó, el silencio parecía sepulcral. Sólo el cantar de los grillos apaciguaba la reserva que se cernió sobre ellas.

No lo dijo, pero no deseaba dormir sola. Aún escuchaba ese zumbido incesante, cada vez más fuerte, más cerca. Pensó que, tal vez, sus hermanas también lo escuchaban pero estaban demasiado asustadas para decir algo. Recogieron las velas menos derretidas y las colocaron sobre el tablero. A la mañana siguiente despegarían las que se habían derretido y limpiarían para que, al menos, su madre no les reclamara eso.

Tuvieron demasiado miedo como para salir a tirar las velas y el juego, por lo que lo escondieron debajo de la cama de Luisa, con la promesa de tirarlo a la primera hora de la mañana. Ella no estaba muy convencida, más no se sintió con la energía para renegar y discutir acerca de ello.

Cuando se retiraron, estaba de nuevo esa sensación extraña de saberse sola y sentirse acompañada, sin embargo, se consoló a sí misma recordándose que ella no había siquiera tocado la tabla y que, por lo tanto, no era muy probable que algo le aconteciera. «Yo no jugué», repitió en su mente intentando quedarse dormida, pero el zumbido incesante y, ahora más vigoroso, no se lo permitió. Se giró para quedar boca arriba.

Ahí en el techo, en toda su extensión, estaba una masa negruzca que zumbaba y se movía. Comparó el movimiento al de una lombriz y sintió una repulsión enorme. Se incorporó hasta quedar sentada en la cama. Entrecerró los ojos en un vano intento de enfocar mejor su vista y examinar mejor esa cosa que se movía en el techo.

─ Luisa… Luisa… ─Escuchó a alguien que le llamaba en voz queda, un tono apagado casi imperceptible─. Ven, Luisa…

Ella se hincó en la cama logrando ver más de cerca esa pasta negra que se retorcía y zumbaba sin cesar. Entonces se dio cuenta de lo que eran: moscas. Todo su techo estaba plagado de moscas negras y ojonas, zumbando sin parar.

Las moscas empezaron a revolotear por toda la habitación, como si la cercanía de Luisa les incentivara a moverse frenéticamente de un lado a otro. Manoteó hacia todos lados, queriendo ahuyentarlas.

─ Luisa… ─La voz venía del techo.

Atónita veía que, de la masa de moscas, un rostro deforme y pálido emergía. Donde se suponía que estaban los ojos, había dos huecos negros; la boca estaba torcida en un gesto de dolor e infelicidad.

Hizo acopio del remolino de emociones que se formó dentro de su pecho y corrió hasta la puerta de la habitación, sentía como si densas telarañas se adhirieran a sus pantorrillas. Alcanzó a agarrarse del marco de la puerta, pero no pudo avanzar más. Una mano pesada y fría le retenía por el hombro. Ya no supo si debía gritar o llorar, y dudaba mucho que pudiera hacer cualquiera de las dos cosas. Su boca se abría, más ningún sonido salía de ella hasta que escuchó un «clic» y las luces del pasillo se encendieron.

No había nadie. El pasillo estaba vacío.

Luisa ya no sentía aquella mano sujetándole, aunque eso no le hacía sentir segura como para voltear si todo había vuelto a la normalidad en su cuarto. Estuvo ahí, recargada contra el marco de la puerta por un rato, hasta que reunió el valor suficiente para volver su cabeza y ver qué había ahí dentro por el rabillo del ojo.

No sabía si era por la luz del pasillo, pero la habitación se veía demasiado oscura. Sentía que si se adentraba de nuevo a esa habitación, no sería capaz de ver la punta de su nariz, además que todavía podía escuchar el zumbido.

Prefirió pasar el resto de la noche en la sala. Intentó apagar las luces del pasillo varias veces, no funcionó. Estuvo en vela, observando la luz y las sombras que proyectaba. En ocasiones le parecía oír el susurro de ese rostro llamando por ella de nuevo.

Al amanecer, la luz del pasillo se apagó por sí sola un poco antes de que su madre se levantara para empezar a hacer el desayuno y las faenas del hogar. Nadie comentó nada de lo sucedido la noche anterior, aunque estaba segura que sus hermanas morían de ganas por hablar de lo ocurrido, mientras que su madre parecía tragarse su orgullo entero para no castigar a las cuatro muchachas y dejar pasar el incidente.

Cuando buscaron la güija, ya no la encontraron. Sólo hallaron los resquicios de parafina, que tenían huellas negras de dedos por todos lados. La buscaron por toda la casa, pero llegaron a la conclusión de que, probablemente, su madre ya se había hecho cargo del tablero antes de que ellas se levantaran.

Después de esa noche, escuchaba su nombre en susurros silenciosos. Sentía y escuchaba como una mano invisible arañaba su colchón por debajo cuando era de día y por arriba cuando era de noche. A donde quiera que fuese, las luces se encendían y se apagaban solas. Tampoco pudo escapar de las moscas y su zumbido, invariablemente del lugar al que fuera; en las casas de sus amigas o incluso en la iglesia.

A partir de esa noche, el carácter de Luisa se volvió más taciturno. Hablaba con los insectos y veía por la ventana horas y horas, alegando que estaba viendo las hojas envejecer. A pesar de reparar en ello, nadie dijo una sola palabra al respecto. Su familia se limitaba a comprobar día con día sus marcadas ojeras. Luisa había cambiado.

Luisa ahora vivía para observar absorta las moscas en el techo.
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dr-poio's avatar
¡¡Genial!!... y terrorífico.
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Y ahora, a dormir con la luz encendida... :O